domingo, 9 de agosto de 2015

LA INSEGURIDAD TAMBIÉN PUEDE SER UN BUEN NEGOCIO

"Sangre Azul - Historia criminal de la Policía Federal Argentina". 
El libro de Rolando Barbano, periodista de Clarín, revela los puntos más oscuros de la Policía. Aquí, un adelanto.
La inseguridad también puede ser un buen negocio.

http://www.clarin.com/policiales/comisarias-recaudacion-ilegal-inseguridad-libro-sangre_azul_0_1409259110.html

A Oscar lo tenían cercado el miedo y la preocupación. Hacía unos meses que habían sacado al agente que llevaba años parado en la esquina de su negocio y la zona se había puesto pesada. Saavedra nunca había sido un barrio tranquilo, pero en el último tiempo habían asaltado a la mayoría de sus vecinos, en la avenida Balbín. Unos días antes, ahí nomás, le habían hecho una salidera bancaria a su esposa. Y ahora estaba esperando que en cualquier momento entraran a robar a su casa de empanadas.
Iba a hacer lo que fuera para que eso no ocurriera.

Fue un par de veces a la comisaría que le tocaba, la 49° y pidió hablar con el jefe. Pero nunca le permitieron verlo. Siempre lo recibía uno de los subcomisarios, que le decía que lo entendía, que la zona estaba brava y que no se salvaba nadie, pero que estaban cortos de personal (...).
Oscar no paraba de preocuparse. Los robos seguían y él empezó a ver movimientos extraños frente a su local. Luego contaría que era “gente rara”, que pasaba por delante de su negocio o se paraba en la vereda de enfrente y se quedaba mirándolo. Volvió a la comisaría, pero siguió sin respuestas.

Un día apareció en el local un hombre que se presentó como chofer del comisario. El aprovechó para transmitirle sus reclamos y el desconocido insistió con que estaban cortos de personal, antes de pedirle unas empanadas para su jefe.

La escena se repetiría varias noches, hasta que el chofer entró en confianza y le dijo a Oscar cómo funcionaba la cosa: si ponía entre 700 y 800 pesos por mes, podía tener un policía parado en la puerta todo el día. El se encargaría de pasar mensualmente a cobrarle y ya no tendría ningún problema (...).

A la farmacia de avenida Constituyentes le ocurriría algo similar, aunque más brutal. Sufrió dos robos muy violentos, en los que el dueño y los empleados la pasaron mal. Después del segundo, apareció en el negocio un tal Jorge, quien dijo ser el chofer del comisario de la 49°. En breves palabras, el hombre les explicó que lo que necesitaban era tener un policía en la puerta. Y que para lograrlo, tenían que pagar $600.
Marcelo, de la casa de pastas, también llegó al “servicio” de esta manera. Fue a la comisaría después de sufrir el último de varios asaltos, y de participar de reuniones vecinales. Arregló, empezó pagando 600 pesos y al tiempo Jorge ya se llevaba 1.000 cada vez que pasaba a verlo con su Ecosport negra.

El dueño de la distribuidora de alimentos, en cambio, entraría al sistema por propia voluntad. “Es un folklore del argentino”, explicaría luego, tras contar que hacía pagos de este tipo a la Policía desde “hacía treinta y cinco años” (...).

Otros pagaban con mercaderías y favores. El hotel alojamiento de la calle Miller entregaba vales canjeables por turnos en sus habitaciones, que los policías a veces usaban y otras cambiaban por dinero. Juan Carlos, dueño de una casa de ropa que había sido captado por Jorge luego de ir a quejarse varias veces a la comisaría por los robos sufridos, solía entregar mercadería a cambio del servicio que le daban. El chofer se la llevaba “para el comisario”, y de vez en cuando se quedaba con algunas prendas de más (...). Claudia, de la agencia de turismo, había entrado al sistema porque quería proteger a los clientes que iban a pagarle los viajes en efectivo. Ella no solo abonaba un canon mensual: en una oportunidad, tuvo que venderle al comisario un viaje a Brasil “al costo”.

La mecánica de la recaudación ilegal de la comisaría empezaría a quedar en evidencia cuando un cabo de la 49° se presentó ante el fiscal José María Campagnoli y denunció lo que ocurría. Más allá de su honestidad, tenía una motivación: como otros agentes, debía cubrir los puestos sin recibir un solo centavo.

El cabo explicó que, en la jerga policial, a los comercios que pagan para tener protección se los llama “quintas”. Contó que el chofer se encargaba de recaudar y que, si algún comerciante se negaba, “luego podía soportar un robo” (...). ¿Por qué ningún policía se había atrevido a denunciarlo antes? “Porque cagaban a tiros a su familia”.

El punto crítico llegó cuando se rebelaron los comerciantes que no pagaban. Los dueños de un locutorio de la avenida Crisólogo Larralde se cansaron y pusieron un pasacalles: “Gracias Seccional 49°, sufrimos cincuenta robos”.

Pero el sistema de recaudación no terminaba con las “quintas”. También cobraban por dar “habilitaciones”: permitirles a ciertas personas que hicieran negocios ilegales.

Uno de los negocios que tenían los policías en este rubro tenía que ver con los “manteros” que vendían DVD truchos (...). La “habilitación” también era pagada por el dueño de un puesto de choripanes de colectora de General Paz y Balbín. Además les cobraban a los que abrían las puertas de los taxis en la entrada del shopping Dot. Y a los “trapitos” que acomodaban autos allí. En el mismo shopping trabajaba para los policías una mujer llamada “Estela”, de profesión “mechera”: se dedicaba a meterse en negocios para hurtar lo que estuviera a mano (...). Los pagos que hacía a la comisaría eran en mercadería robada.
Había más. La otra modalidad de recaudación que descubriría Campagnoli era el “corte de boleto”: liberar a cambio de dinero a alguien que fue sorprendido en pleno delito o que cayó preso por casualidad y tenía pedido de captura. A través de las escuchas, el fiscal se enteró de que un hombre buscado por la Justicia —alguien que “estaba sucio”— había sido demorado en un control vehicular (...) y documentó cómo los policías estaban hablando con su abogado para dejarlo ir a cambio de dinero, cosa que concretarían tras acordar “darle una punta (un porcentaje) al jefe”. Luego, uno de los agentes arrepentidos contó cómo él y un compañero habían detectado una camioneta Fiat Fiorino que llevaba carne, pollo y cerdo sin refrigeración alguna, sin remitos, sin licencia sanitaria y con un conductor que tenía el registro vencido desde hacía dos años. A pesar de que éste les había ofrecido 500 pesos y les había advertido que tenía “un arreglo” con la brigada de otra seccional, lo llevaron demorado a la comisaría. Allí, el oficial principal los había recibido con un mensaje algo desalentador: “Gastaron tinta al pedo. Ya me llamó el principal de la brigada de la 42°”. La mercadería quedó seis horas al sol hasta que fue al lugar otra camioneta del mismo frigorífico y se la llevó.

Los métodos de recaudación –más allá de los vinculados al juego, la droga y la prostitución– se completaban con una última variante: las “paradas fantasmas”. La cúpula de la comisaría registraba en los libros la designación de distintos agentes para cumplir horas extras en diferentes esquinas de la jurisdicción a las que, por supuesto, no acudía nadie. Así, facturaban legalmente por trabajos que nunca se hacían (...). La inseguridad también podía ser un buen negocio.

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